Saturday, November 6, 2010

CÓCTEL CON FIDEL

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Herman Beals

De todos los cócteles que he asistido en mi vida –y han sido bastantes en mi oficio de periodista que abarca 50 años— ninguno tan fabuloso como el ofrecido por un anfitrión improbable: Fidel Castro en el Palacio de La Revolución en La Habana.

Por supuesto, la recepción ofrecida por el caudillo cubano no era para mí. Era para los dirigentes del Comité Olímpico de Estados. Yo fui invitado de carambola debido a que, como reportero de United Press International, acompañaba a la delegación deportiva norteamericana que fue a Cuba a inspeccionar las instalaciones para los Juegos Panamericanos que se celebrarían meses después, en 1991.

Los cócteles, una costumbre que forma parte de la textura social y política latinoamericana, nunca tuvieron gran atracción para mí. Los beneficios del whisky y los bocadillos que acompañan al licor no son suficientes para soportar la verborrea de los asistentes, sobre todo si son políticos profesionales.

Pero un cóctel con Fidel Castro es otra cosa. En uno de los pocos lugares del globo en que el marxismo es la ley, la recepción en el Salón de los Helechos del Palacio de la Revolución fue algo fuera de este mundo.

Desde caviar a langostas, desde coñac a vinos franceses, todo era delicioso, no importa que a poca distancia de allí los cubanos tuvieran que subsistir de una magra ración diaria de arroz y algunos otros alimentos proletarios distribuidos por el Estado.

Al llegar a La Habana, funcionarios gubernamentales habían comunicado a los jefes de la delegación que era probabble que “el Comandante” recibiera al grupo y que el día y la hora de la reunión les sería comunicados después.

En el segundo día de la visita y al subir a los autobuses, después de almorzar, para inspeccionar las instalaciones deportivas y la villa que alojaría a los deportistas, me sorprendió ver a las damas con vestidos y zapatos (en contraposición a pantalones cortos y zapatillas) y a los hombres de corbata y trajes formales. Caí en la cuenta entonces que nadie me había informado que esa era la noche de la cita con el comandante, pero ya era tarde ir a mi habitación del hotel y cambiarme a una vestimenta más a tono con la ocasión.

Mis pantalones vaqueros y una chaqueta ligera no eran lo más apropiado para visitar a un Gobernante pero, me dije, podían pasar en un caso de emergencia. Lo que definitivamente estaba fuera de protocolo eran las zapatillas de tenis que tenía puestas en esos momentos.

Al caer de la tarde, los autobuses nos llevaron al Palacio de la Revolución. Formamos una fila para que los funcionarios de seguridad confirmaran que nuestras identidades coincidían con la lista que tenían en su poder. Ýo pasé sin problemas, pero no una pequeña máquina fotográfica que llevaba colgada al cuello.

Angélica, quien nunca ha estado en Cuba, me había prestado la maquinita para que sacara imágenes durante mi visita. Los guardias me dijeron que me devolverían la cámara al salir y así lo hicieron. Ahora pienso que no querían que fotografiara los manjares ofrecidos en el cóctel.

El señor Castro nos esperaba a la puerta del salón. Dio la mano a cada uno de los visitantes y les indicó que pasaran al lugar de la recepción.

Todo fue muy cordial y, para mi inmenso alivio, no hubo discursos.

Tras examinar el banquete de exquisitos alimentos y finos licores ofrecidos, me arrimé a la mesa en que estaban los blancos y rojos franceses que tuve casi solo para mí, porque los norteamericanos –que sabían mucho menos que ahora sobre vinos- preferían los cócteles y licores más fuertes.

Desde allí observé como los norteamericanos compartían amablemente con Castro a través de un intérprete. El mayor entusiasmo hacia el hombre que entonces era el principal enemigo de Estados Unidos, parecía provenir de las damas presentes.

Fidel Castro, pensé, no sólo es experto en subyugar de manera brutal a su pueblo mediante las armas, la tortura y las cárceles, sino que también puede exhibir carisma y magnetismo cuando le conviene.

Después de dos o tres horasas de charla, concentrada principalmente en los Juegos Panamericanos que se aproximaban, llegó el momento de partir. Me olvidaba contar que al comienzo del cóctel, Fidel Castro, llamó la atención sobre un señor gordo y bajito a quien presentó como su jefe de cocina personal y artífice de la recepción. Me imagino que entre sus tareas estaba probar los alimentos destinados al Comandante, porque tenía una bien formada barriga.

Aparte de lo fastuoso de la recepción, me maravilló el lugar. Yo lo llamo Salón de los Helechos porque alrededor de las paredes había numerosos de ellos, pero no eran plantas de tamaño regular, sino verdaderos árboles que llegaban al techo, entremezclados con grandes piedras y otros detalles de gran gusto.

Según Angélica, esa decoración era obra de una de las amantes de Castro, de cuyo mombre no me acuerdo, pero creo que ya murió. Quienquiera haya sido responsable de ese trabajo, sabía lo que estaba haciendo.

Todo esto me ha venido a la memoria al leer sobre los detalles para los próximos Juegos Panamericanos en la ciudad mexicana de Guadalajara.
Pero ahora, a 20 años de que sucediera, todavía me pregunto si Castro se sintió intrigado cuando, al saludar a sus huéspedes, uno de los visitantes “gringos” (yo) le contestó en perfecto español y no sólo eso, calzaba también zapatillas de tenis.