El doctor, Mincho y doña Juanita
Herman Beals
En Chanco y prácticamente en toda esa región costera de Maule, había dos automóviles y una micro, como se llamaba entonces a los autobuses.
Uno de los autos, un Ford, pertenecía al doctor Pedreros, quien era el único médico del hospital y a quien todos querían y respetaba porque nunca dejaba de atender a un enfermo, muchas veces sin cobrar por sus servicios.
El doctor era un hombre jovial, amable, bueno para el vino tinto y gran contador de chistes y anécdotas.
Con sus anécdotas se podrían haber escrito volúmenes. Yo era un muchachito entonces, pero recuerdo con gran cariño lo que el doctor Pedreros contaba sobre su hijo mayor, que creo se llamaba Benjamín, pero a quien todos le decían Mincho; y una de sus pacientes.
Una señora llegó al consultorio y pidió ver al médico , diciéndole “Mincho, doctor, Mincho”.
El doctor la examinó y le explicó: “Señora, usted no está hinchada. Está embarazada”.
La mujer lo miró y le replicó: “Doctor, eso es lo que le he estado tratando de explicar. El culpable de mis males es “Mincho”.
En el vernacular campesino chileno, el médico había creído oir “Me hincho”. El buen doctor nunca contó como había terminado la historia.
El otro automóvil era un elegante Buick y pertenecía a doña Juanita Fernández, una mujer adinerada y muchas décadas más avanzada y liberal que sus conservadoras compatriotas.
Doña Juanita se teñía el pelo rubio, se vestía con pantalones negros siempre bien planchados, usaba blusas multicolores y numerosos brazaletes que emitían sonidos musicales cuando accionaba con las manos.
Doña Juanita tenía un hermoso fundo cerca del faro de Punta Carranza, que en el siglo XIX orientaba a los buques que se acercaban mucho a la costa, azotada por olas furiosas.
Otra de sus propiedades estaba en el camino de Chanco a Cauquenes, que ese tiempo era la capital de la provincia de Maule. Ese terreno, cubierto de pinos se llamaba “Tierras de Panllevar” por lo rojizo de su suelo.
Una vez, doña Juanita regresaba desde Cauquenes y más o menos donde estaba la entrada a las Tierras de Panllevar, la pasó un camión que no le dejaba ver la carretera debido al polvo que levantaba. Pasarían muchas décadas antes de que la ruta fuera pavimentada.
Doña Juanita soportó el polvo durante algunos minutos, pero cuando las curvas se pusieron peligrosas, no aguantó más: bajó la ventana de su Buick, sacó el revólver que siempre llevaba consigo, apuntó y reventó las dos ruedas traseras del camión, y siguió ya sin problemas de visión.
“Le pagué las ruedas después”, comentaba, riéndose.
Thursday, October 29, 2009
Monday, October 26, 2009
Escalera Al Cielo
Herman Beals
Texas
Si los texanos pudieran juntar todos los restos de maquinaria petrolera y agrícola, vehículos viejos y molinos extractores de agua abandonados que hay en los patios de sus casas, y hacer con ellos una montaña de ruinas, probablemente podrían llegar al cielo.
En todos mis viajes al gran estado de Texas, siempre me ha maravillado la cantidad de hierro enmohecido que hay en esos equipos, camionesd y automóviles dejados a su suerte después que dejaron de ser útiles.
No es que los texanos sean sucios. No hay montones de basura entre las ruinas, como sucede en partes del estado de Nueva York, por ejemplo o en algunos sectores de Filadelfia, la ciudad del eterno amor pero también de la decadencia ruinosa.
El lema del estado es un amenazante “Dont mess with Texas”, lo que, en su sentido orginal quería decir que nadie debía meterse, militar o políticamente con la región, en la que todavía hay resabios de república independiente, separada de Estados Unidos.
En la actualidad, el lema de “No se metan con Texas”, se aplica más bien al medio ambiente y la necesidad de mantener el estado limpio. Es un juego de palabra, porque “mess” usada como sustantivo significa basura, desperdicios.
Los texanos son orgullosos de su tierra, generadora de de petróleo, vacas y productos agrícolas y, en el pasado, de los tradicionales “cowboys” hechos legendarios primero por los relatos de Zane Grey y, después, por John Wayne y sus películas basadas en su creencia de que “un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer”.
El petróleo ha ido desapareciendo, pero las vacas todavía siguen existiendo en grandes cantidades en los campos texanos. Los vaqueros ya no andan más a caballo; ahora usan jeeps y camionetas, pero su función es la misma: cuidar el ganado, asegurarse de que los pozos proporcionen agua en la tierra a veces semi desértica, que los terneros sigan a sus madres y que, cuando llegue la hora, los animales sean llevados a corrales para su venta y su sacrificio final.
En medio de este paisaje de maquinaria abandonada, pozos petroleros secos, molinos de viento cuyas aspas no han rotado desde hace años, millones de vacas, cabras y ovejas, Texas se ha alzado como un estado de inmensas riquezas tecnológicas, científicas y electrónicas que generan un producto interno bruto similar al de la India o Canadá.
Sus ciudades son modernas y su población es una mezcla de todas las nacionalidades con prominencia de mexicanos que, por algo, eran los dueños del amplio territorio hasta que lo perdieron en el pasado.
Todo eso es evidente a simple vista. Los texanos se ufanan de que en su estado “todo es más grande”, y en cierto modo lo es. Las distancias son enormes, un café “pequeño” equivale a un café “grande” en otras partes. La amabilidad de su gente es legendaria, como también lo es su seriedad cuando llega el momento de serlo.
Y en medio de todo esto, para un observador llegado de otras tierras, como yo, las maquinarias abandonadas y la escalera al cielo que podría construirse con ellas, no dejan de maravillar.
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