Friday, March 26, 2010
MARTHA BEATRIZ
Herman Beals
Nueva York
Este es un caso desesperado para las feministas del mundo.
Hace siete años, cuando el gobierno de Fidel Castro ordenó una batida contra los opositores al régimen, Martha Beatriz Roque Cabello fue la única mujer entre los 75 detenidos ilegalmente que fueron enviados a las abominables mazmorras del régimen.
¿Su delito?
Pensar en voz alta o por escrito.
Desde sus comienzos, el gobierno castrista ha sido implacable contra el puñado de valientes que se le oponen de manera abierta. La inmensa mayoría del resto de los cubanos tampoco apoya a los hermanos Castro, pero lo hace en silencio, lo cual, en cierto modo, lo hace cómplice de la dictadura.
Lo mismo sucede ahora en Venezuela con los que se oponen a Hugo Chávez.
Cuando Martha Beatriz llevaba tres años en la prisión de Manto Negro fue examinada por un médico quien descubrió que tenía nódulos cancerosos en un seno.
Esta mujer no puede estar en la cárcel, advirtió el médico, quizás exponiéndose a la ira del régimen. “Necesita ser tratada de cáncer”.
La disidente, quien es experta en economía, recibió una licencia extra penal para abandonar la cárcel y someterse a tratamiento. El cáncer entró en remisión.
Fiel a sus convicciones, Martha Beatriz siguió manifestando sus ideas de libertad y democracia para todos los cubanos.
Hasta esta semana cuando, seis años después de recuperar la libertad, recibió una comunicación ordenándole que debía presentarse a un médico del régimen para que éste determinara si el cáncer estaba en remisión.
Cualquiera sea el pronóstico, las consecuencias para la disidente son espeluznantes.
Si la enfermedad ha vuelto, tendrá que enfrentar nuevamente el horror del cáncer.
Si la remisión se mantiene, deberá volver a la cárcel.
Martha Beatriz ha estado en comunicación constante con Angélica, mi esposa, ingeniándoselas para enviarle mensajes cuando está en la cárcel y ahora en su activismo como disidente. Para enviarle el último mensaje, le dijo que tuvo que tomar dos “guaguas” (autobuses) para encontrar un medio de comunicarse.
El mensaje no puede ser más terrible:
“El pasado día 16 de marzo de 2010, a las 7 pm, se presentó en mi casa un oficial que se identificó con un carné del Ministerio del Interior, dijo llamarse Pedro y pertenecer a la Prisión de Mujeres de Occidente, más conocida como “Manto Negro”.
”El objetivo de la visita fue comunicar que la Licencia Extrapenal que me mantiene fuera de la cárcel, está a término y que debo presentarme en Medicina Legal, para ser objeto de un chequeo médico, con el fin de determinar si sigo siendo incompatible, o debo ir nuevamente a la prisión. El resultado de este chequeo deberá ser comunicado al Tribunal que me juzgó”.
”Finalmente, dijo que volvería para puntualizar la forma y fecha de presentación en Medicina Legal”.
”Debo señalar que en julio se cumplirán 6 años que me sacaron de prisión con la Licencia Extrapenal, nunca había recibido una citación semejante, e incluso, tengo un expediente abierto con la abogada Amelia Rodríguez, para que determine mi situación jurídica, ya que esta Licencia es un limbo, del cual no se sabe algo en concreto. La Dra. Amelia no ha tenido ninguna respuesta oficial al respecto”.
”Mientras miles de personas en el mundo claman por la libertad de los presos políticos, el Gobierno trama como volverme a encarcelar”.
El mensaje esta fechado en “Ciudad de La Habana, 18 de marzo de 2010”.
Las feministas y los gobiernos libres del mundo –¿Barack Obama en Estados Unidos?—están conscientes de la desesperada situación de Martha Beatriz. ¿Harán algo?
En el caso de los gobiernos, y a juzgar por lo que ha sucedido frente a Cuba durante más de medio siglo, las posibilidades para la valiente mujer son escasas.
En el caso de las feministas, que por conciencia y obligación deberían defender a la asediada opositora, las posibilidades de que ello suceda son aún menores.
Es una realidad que las feministas, por lo menos en Estados Unidos, son rápidas para actuar cuando las víctimas son izquierdistas pero no vacilan en ignorar los casos en que los asediados se oponen a tiranías como la de Cuba.
Sunday, March 21, 2010
CARLETON BEALS
Herman Beals
Nueva York
Mi tía Mary era la “historiadora” de la familia. Ella me contó que los Beals llegaron a Chile desde Inglaterra para trabajar en la construcción de la vía ferroviaria que, con el tiempo se extendió a la mayor parte del país, aunque ahora prácticamente está en ruinas. Y, me dijo, tenemos un pariente muy conocido. Se llama Carleton Beals y vive en Estados Unidos.
Según la tía Mary, los Beals procedían de la región carbonífera de Birmingham de donde emigraronn dos hermanos, uno a Chile y el otro a Estados Unidos, éste pasando por Cuba. Si eso era cierto, mi madre y mi tía eran primas de Carleton y yo, por carambola, habría sido su sobrino nieto, pero nadie debe tomar esto como un catecismo.
Otros dicen que los Beals se dedicaron a la construcción de molinos de trigo para hacer harina y, en Villa Alegre, donde se radicó mi abuelo, hay un historiador aficionado que escribió que mis antepasados eran de raza negra.
Esto provocó la furia de uno de mis sobrinos, quien amenazó con enjuiciar al historiador aficionado. Yo lo disuadí explicándole que hasta hace algunos años no había negros en Chile y, que de todas maneras, desde mi abuelo para abajo, la mayoría de los Beals eran rubios y, en varios casos, de ojos azules.
Esa eran las características faciales de Carleton Beals quien, a mediados del siglo pasado, era considerado como el escritor estadounidense más versado en América Latina ... y también uno de los más controversiales por sus puntos de vista izquierdistas y contrarios a la violencia, lo cual, brevemente, lo hizo terminar en la cárcel por negarse a participar en la Primera Guerra Mundial.
Un día, mientras trabajaba para un diario en Bolivia, me invitaron a la mina de Huanuni. Entre los presentes había un gringo que, por alguna razón me sonaba familiar. Cuando nos llevaron a los tuneles de la mina, que estaba entre las más grandes del mundo como productora de estaño, el norteamericano y yo nos teníamos que agachar para no tocar con la cabeza contra el cable eléctrico en la parte alta de la excavación. Eso nos llevó a hablar y me preguntó mi nombre, en buen español. Cuando se lo dije, él y yo no podiamos creerlo. Yo soy Carleton Beals, me dijo.
Años después, cuando United Press International me trasladó de Caracas a Nueva York, leí en el libro de referencia “Who is Who” (Quién es Quién), que Carleton vivía en Killingworth, Connecticut, en cuyo cementerio Evergreen (Siempre Verde) está ahora enterrado.
Con Angélica y mi amigo Ted Córdova, un notable periodista boliviano, decidimos ir a visitar a Carleton. Armados de un mapa de carreteras conducimos en mi viejo pero formidable Buick --que había comprado por 500 dólares al llegar a Estados Unidos— y llegamos al cabo de dos o tres horas a la casa de Carleton, quien estaba feliz de vernos.
Una señora que vivía con él (no sé si era su esposa), no compartía esa alegría. Aparentemente creía que este sobrino latinoamerricano de Carleton, aparecido de la nada, podía interferir en los asuntos del escritor.
Fue la última vez que ví a mi supuesto tío Abuelo. Nos sirvió té y galletas en un antiguo “barn”, una construcción de madera separada de la residencia erigida originalmente con fines ganaderos y agrícolas, pero que él había convertido en una acogedera y gigantesca biblioteca. Había libros desde el piso al techo, decenas de ellos escritos por Carleton, la mayoría de ellos exaltando las virtudes de América Latina y sus pueblos.
Fue una visita inolvidable, Carleton, como ya me había dicho en Bolivia, reiteró que nuestras familias estaban emparentadas.
Como dicen en Chile cuando no se está seguro, “a mi que me registren”. Lo único que sé es que Carleton era notablemente parecido a mis tíos Aquiles, Augusto, Osvaldo y Aurelio y tenía el mismo aire y la misma dignidad de mi tía Mary y de mi madre.
Sunday, March 14, 2010
EL DURAZNO
Herman Beals
Nueva York
Entre las varias propiedades que poseía la familia Lara, con la cual viví desde los 15 años, la que más me gustaba era El Durazno.
No había viñedos en El Durazno, como en el resto de las propiedades. Era una chacra con un esterito de riego que contribuía para que las hortalizas y las sandías y melones crecieran en abundancia.
La chacra estaba al este de Villa Alegre, que era nuestro pueblo en el valle del Loncomilla, en lo que ahora es la Séptima Región de Chile. Para llegar había que recorrer varios kilómetros pasando sobre la vía férrea, paralela a lo que ahora es la Carretera Panamericana, y seguir un poco más hacia la Cordillera de Los Andés, en dirección a la pintoresca aldea de Yerbas Buenas.
La parte final del camino estaba bordeada de fragantes sauces y álamos como sólo sucede en el campo chileno, con casitas de adobe y gente amable y siempre dispuesta a compartir con los visitantes.
La primera vez que llevé a Angélica a Villa Alegre, ya con Herman Jr. nacido, la tía Nana “adoptó” a mi esposa, como lo hicieron Virginia y sus hijas, quienes habían ayudado en los quehaceres de La Arena, como se llamaba la casa principal –y se sigue llamando— durante muchos años.
La tía Nana tenía ojos de águila, aunque siempre se lamentaba de que “no veo nada”, todo ello acompañado de um modo directo y franco. "Sin pelos en la lengua", como dicen en Chile.
Un día la tía Nana, su hijo Jaime y el tío Carlos, decidieron que fuéramos a inspeccionar la cosecha, creo que de porotos y maíz, en El Durazno. Antes de partir, la tía Nana miró a Angélica que vestía unos ceñidos pantalones blancos y le dijo: “Muchacha, mejor que te cambies esos pantalones... seguro que se te van a romper”.
Poco después de que llegamos a El Durazno, Angélica lamentó no haber escuchado el consejo. Al tratar de cruzar una cerca de trancas para ir de un potrero a otro, la costura posterior de los pantalones cedió y dejó a la dueña de la apretada prenda usando una chaqueta amarrada a la cintura durante el resto del día.
La tía Nana no podía estar más contenta. “Se lo dije”, le recordó una y otra vez a Angélica,.
Creo que esa fue la última vez que Angélica usó los pantalones pero, como en la película Casablanca, ese fue el comienzo de una hermosa amistad.
SANDÍAS
Herman Beals
Nueva York
EL reciente comentario de un prominente ex presentador de noticias por televisión de que el presidente Barack Obama “ni siquiera es capaz de vender sandías a la orilla del camino”, me hizo recordar una fracasada iniciativa que hace muchos años tuvimos mi primo Jaime: vender sandías por las calles de Villa Alegre, en la región central de Chile.
Los alimentos más frecuentemente asociados con las personas negras son los pollos y las sandías, de modo que la afirmación de Dan Rather fue interpretada como una velada referencia racista hacia el mandatario estadounidense.
Otros dijeron que sólo se había tratado de una frase empleada frecuentemente para referirse a la incapacidad de lograr algo. En este caso específico, Rather, quien es de tendencia izquierdista, estaba hablando de las dificultadas encontradas por Obama entre sus propios correligionarios demócratas para hacer aprobar su proyecto favorito, la reforma a la industria de la salud.
Hasta hace unos años, era frecuente encontrar en los estantes de las tiendas de las estaciones de gasolina, especialmente en el sur del país, a una simpática figura de un niño negro comiendo una enorme rebanada de sandía. Pero la figurita de porcelana ha ido desapareciendo en estos tiempos de extrema corrección política.
Pero, volviendo a las sandías de Villa Alegre. Ese año la chacra de la familia Lara, había producido una extraordinaria cantidad de ese producto. Había una montaña de sandías bajo un corredor y, por más empeño que le pusiéramos, era imposible comerlas todas. De ahí surgió la idea de vender algunas docenas en el pueblo.
Para hacerlo, cargamos las sandías en un carretón tirado por un caballo y nos dirigimos al pueblo, a unos dos o tres kilómetros de distancia. Pero, tan pronto como llegamos a la calle principal –que en esos tiempos también era parte de la Carretera Panamericana-- nos dimos cuenta que teníamos un problema que no habíamos tenido en cuenta: todo el mundo nos conocía en Villa Alegre y ¿con qué cara le íbamos a vender las sandías a nuestros amigos y amigas, en especial a estas últimas, que eran bastantes?
Pero ya estábamos allí y no íbamos a volver a la casa con las sandías, de manera que fuimos casa por casa, regalándolas. Para ser honesto, creo que debemos haber vendido algunas pocas, pero a los “afuerinos”, aquellos que no nos conocía y estaba de paso por el pueblo.
Probablemente la aventura me convenció de que había formas más fáciles de ganarse la vida y, por eso, a poco años después de la fracasada venta de sandías, soy periodista.
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