Wednesday, December 30, 2009
HIMNO AL SOL
Herman Beals
Fui acogido por la familia Lara, de Villa Alegre, cuando tenía 15 años, en momentos en que mi madre se moría de cáncer.
Desde entonces La Arena, la antigua residencia de adobes y tejas que parecen llorar en el invierno, ha sido “mi casa”, incluso ahora cuando vivo en el otro extremo del continente en la zona de los lagos de Nueva York, una región conocida por sus viñedos y sus vinos, tal como lo es Villa Alegre, aunque los mostos de aquí todavía tienen mucho que aprender de los de allá.
La casa de La Arena descansaba a la sombra de altos álamos, una higuera que daba sabrosos frutos y naranjos y paltos en sus patios, todo ello rodeado de viñas y huertas.
Las huertas y la conducción de la casa eran del dominio de la tía Nana, pequeña, enérgica, experta en ver lo que uno no quería que viera, y con un corazón que no le cabía en el pecho.
Las viñas y en general las tareas agrícolas de La Arena y las otras propiedades de los Lara eran de responsabilidad del tío Carlos, aunque cuando las cosas se ponían difíciles, por una mala cosecha o un vino que no estaba a la altura de lo acostumbrado, la tía Nana siempre tenía la última palabra.
Pero ahora quiero hablar del tio Carloss, quien murió hace poco, a los 95 añoss, una gran parte de los cuales pasó ayudando a los demás.
El tío Carlos era un lector empedernido, no sólo de novelas, diarios, revistas, sino también de textos de historia, filosofía y todo lo que estuviera a su alcance.
Pero también le gustaba echar una canita al aire, y más a menudo de lo que la tía Nana hubiera querido.
La generosidad innata del tío Carlos se convertía en franco derroche cuando estaba bajo la influencia de algunos de los sabrosos vinos que producen las tierras de Loncomilla, donde está Villa Alegre, a una distancia más o menos equidistante de Talca y Linares, en lo que ahora es conocida como la Séptima Región de Chile.
Con el deseo de proteger al tío Carlos, la tía Nana asignó a Jaime, su hijo y, por carambola a mí, a que lo acompañáramos en sus visitas a Villa Alegre, hacia de La Arena si uno tomaba el camino más directo, lo que no siempre estaba en los planes del tío.
Jaime que era –y sigue siendo—más vivo que yo, pronto renunció a la tarea de buen samaritano y la tarea de acompañar al tio Carlos recayó exclusivamente en mí.
La verdad es que ese cuidado era innecesario. Todo el mundo conocía, quería y respetaba a “Don Carlos” y no existía el peligro de que nadie lo atacara al regresar de noche o de madrugada por los caminos de tierra que entonces conectaban La Arena con el pueblo.
El peligro estaba en un grupo de amigos con quienes el tío Carlos jugaba póker en lo que entonces se llamaba pomposamente “Club Social” de Villa Alegre. Bar con una mesa para jugar a las cartas por dinero habría sido lo más apropiado.
Allí, algunos de los más prominentes ciudadanos de Villa Alegre se reunían una o dos veces a la semana para beber, comer de vez en cuando, contar chistes y, principalmente, para robar abiertamente al tío Carlos.
El ´poker era su pasión , pero no su fuerte, especialmente cuando sus “amigos” le llenaban una y otra vez la copa de vino mientras las de ellos permanecían llenas.
Uno podía apostar que el finalizar la jornada, casi siempre después de medianoche, era el tío Carlos quien firmaba más cheques para recuperar las fichas que se había comprometido a respaldar y que estaban en poder de los otros jugadores, nunca frente a él.
Yo veía lo que sucedía, pero no podía hacer nada. Una vez, cuando el robo ya era demasiado, intenté intervenir, pero fui duramente puesto en mi lugar. Un “niño” no debía meterse en las cosas de “los grandes”.
Decenas de miles de pesos –quizás millones—pasaron así a los bolsillos de los “amigos”. La tía Nana tenía razón para preocuparse.
El tío Carlos aceptaba de buen grado las pérdidas y, después de los últimos brindis, emprendíamos el regreso a La Arena.
Pero no por el camino más corto.
Por la ruta más larga, la que pasaba por frente al cementerio y que durante el invierno se inundaba en las partes bajas. La razón para el desvío era que el tío Carlos tenía unas amistades en ese camino y les tocaba la puerta con el afán de conversar y beber una o dos copitas más.
Yo me moría de sueño, pero mi único alivio era que sabía que teníamos que llegar a La Arena antes de que ssliera el sol.
El tío Carlos había hecho un ritual de terminar sus escapadas nocturnas brindando con el sol elevándose de los cerros de la Cordillera de Los Andes, mientras desde la victrola Victor, famosa por su megáfono y el perrito de la RCA, se alzaban las gloriosas notas de Himno al Sol, de Nikolai Andreyevich Rimsky-Korsakov.
Al sonido del violín, la tía Nana sabía que habíamos regresado y por fin conciliaba el sueño.
Yo daría cualquier cosa por escuchar Himno al Sol al lado del tío Carlos otra vez.
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Un gran articulo.
ReplyDeleteEl relato es tal cual lo conoci por ti y los otros que me lo contaron.
Sigue con la serie y conviértela en un libro.
Besos
POR FIN AL FIN ABIERTO A CMENTARIOS
ReplyDeleteMUY BUENOS CUENTOS